Hay algunas personas que son historia y otras que hacen historia. Haydeé Padilla pertenece, definitivamente, a la segunda categoría.
Cada vez que estoy a punto de encontrarme con una gran figura, tiemblo. ¿Qué se le puede preguntar a una persona que debutó en cine con René Mujica, que ayudó en la fundación del Teatro Payró, que fue (en parte) responsable del exitosísimo El gran deschave, que recibió en 1970 el Martín Fierro a la Mejor Actriz Cómica de TV, en 1981 un diploma al mérito de la fundación Konex como actriz cómica y en 1982 el Premio a la Mejor Actriz de Cine por la película El Arreglo? Y que, como si todo esto fuera poco, fue condecorada con el Premio Trinidad Guevara, por su trayectoria, a mediados de la década de 2000. ¡Ah!: y que estuvo casada con Sergio De Cecco y con Federico Luppi.
Si: estoy hablando de Haydeé Padilla, La Chona, actriz emblemática del teatro independiente e, increíblemente, también del teatro de revista y la televisión.
-Vos entraste al teatro por el lado de la danza, ¿verdad?, como la mayoría de las actrices de tu generación, porque el teatro era todavía mala palabra.
-Me acuerdo de que era muy jovencita y siempre aclaraba que yo estudiaba ballet, en punta, danza clásica. Eso era para que no me consideraran una corista, porque estaba muy mal visto. Se habla de la Pávlova, de Norma Fontenla, de la Ruanova., pero eran seres intocables. Mirá: la noche que debuté en el Maipo -cuando ya tenía más o menos 30 años- soñé con Onofre Lovero, que fue mi maestro. Él tenía una moral muy rígida (nosotros hemos trabajado habiendo 4 personas en la platea? Un respeto total al público? Y con obras como Solness, el constructor, que duraban como 4 horas? Era disciplina, disciplina. Yo se lo agradezco mucho realmente) y yo soñé que me perseguía y me decía, con el dedo índice levantado, “¡Cómo puede ser!”. Porque ¡claro!, debutaba haciendo revista. Yo nunca había ido ni siquiera a ver un espectáculo de revista, porque en mi familia era mala palabra. Ellos eran más del Colón, del teatro de Luisa Vehil. O si no, también, de mucho cine, mucha lectura. Y justo me llamaron para hacer La Chona en el Maipo.
-¿Hay antecedentes de artistas en tu familia?
-No. Yo soy de origen andaluz y gallego, así que de lo que hay antecedentes es de teatralidad en lo cotidiano. Las abuelas, las tías y las primas eran muy “actuadoras”, y las palmas y los bailes? me acuerdo de las zarzuelas que íbamos a ver al Teatro Avenida. Era maravilloso. Ponían cartones en el telón para que vos cantaras las canciones, para que el público cantara. Yo me daba cuenta, con mucha ternura, que era un teatro muy convencional; pero igual lo amaba.
- En Argentina hay una gran tradición de teatro español. Hay un gran circuito, sobre todo en la ciudad y la provincia de Buenos Aires. Incluso se armó ahora una red de teatro español. Y, si mal no recuerdo, en el último festival Otoño Azul te hicieron un homenaje.
- Sí, es verdad. Pero si te fijás, en cualquier lugar hay un teatro español. ¡Qué curioso que la colectividad española y la colectividad italiana hicieran tantos teatros, y además de tanta envergadura! Mirá, si no, el Margarita Xirgu, el Roma de Avellaneda o el Cervantes. Pero aun los pequeños de provincias se mantienen maravillosamente.
- ¿Y cómo te metiste en el teatro?
- Te voy a contar. Nosotros vivíamos por acá, a la vuelta de Galerías Pacífico, sobre la calle Viamonte 533. Acá hicimos el Teatro Payró, que antes se llamaba Los Independientes. Yo viví la joya. Porque en mi casa no había guita, pero sí había libros; en mi casa se hablaba mucho de cultura, de España, de la Guerra Civil Española; en mi casa se habló de todo: de los centros de detención, de los campos de concentración. En mi casa se habló mucho de la injusticia. Mi apellido es un apellido guerrero: el marido de Juana Azurduy se llamaba Padilla, Manuel Ascencio Padilla. Sin embargo, ¡mirá vos!, mi padre nunca quiso llevarme a España. Cuando yo fui, lo hice con El gran deschave, que acá fue un éxito pero allá no interesó. Es que todavía no estaban para eso. Recién salían del franquismo. Y a mí, la verdad es que la experiencia me dejó muy angustiada. Ver España así no me gustó. Veía un guardia civil y me ponía muy nerviosa? Además había muchas cosas de las que no se hablaba. Pero eso sigue, porque cuando estuve la última vez, que fuimos a poner Venecia, yo andaba mucho por la calle (porque creo que es así como se conoce una ciudad o un pueblo) y había un lugar que me llamó muchísimo la atención. Me dijeron que ahí se reunían los antifranquistas y que, por su puesto, todo lo sabía Franco. Eso me angustió también: el hecho de que ellos pensaran que eran realmente un grupo secreto. Y ahí vi una foto que asocié a Venecia. En la obra mi personaje bailaba y yo pensé que era una pobre jujeña, que en Buenos Aires ¿dónde bailaría? En la calle Corrientes, en algún boliche, un lugar tétrico. Y que el mozo que ella idealizaba también era un pobre tipo. Cuando vi en ese lugar la foto de una mujer haciendo puntas, con un gran peinetón y vestida tan pobremente (una contradicción total), me imaginé que era mi personaje de Venecia. Incluso le pregunté al mozo por la mujer de la foto y sólo me contestó, haciendo un ademán, “¡Todos muertos! Los que usted ve aquí están todos muertos”. ¡Qué bruto!, ¿no? Todavía le quedó el franquismo. Pero la verdad es que si me decís, me armo la valija con tres trapos y mañana a la mañana estoy en Madrid. Me encanta. Madrid y Montevideo son las ciudades que más amo, las más entrañables, además de Buenos Aires.
- Supongo que será por las obras que llevaste allá.
- Sí, claro. Pero sobre todo por la gente, que siempre me llevó mucho afecto al teatro. Incluso cuando yo hacía Almorfando con La Chona, el programa se transmitía en directo y en simultáneo en Argentina y Uruguay.
- Pero al final nunca me dijste cómo pasaste de la danza clásica, el francés y las clases de piano, al teatro.
- Porque nosotros vivíamos en ese lugar maravilloso que te conté, Viamonte y San Martín. Resulta que íbamos a la Plaza San Martín con amigos, que era un lugar muy decente; pero dos cuadras más allá, por la calle 25 de Mayo, ya empezaba la antesala de las mujeres coperas, de los cabarets del puerto... Eugene O´Neill era uno de los visitantes asiduos. Y un poco más abajo, por la avenida Alem, ya estaban los prostíbulos. Como nosotros éramos un grupo muy inquieto (Rodolfo Ranni era uno de los vecinos) hacíamos un montón de travesuras grupales. Estar ahí era espiar el pecado, espiar cómo eran esas mujeres, esas casas con luces rojas. Y un día mi madre -a quien no le gustaba para nada que anduviésemos por esos lugares, a pesar de que como tope volvíamos a las 10 de la noche- viene y nos dice: “Chicos: ahí han puesto una escalera de albañil porque van a construir un teatro. ¿Por qué no van? Yo prefiero que estén ahí y no que vayan a la Plaza San Martín” (que además para mi mamá eso era muy lejos). Éramos jóvenes, teníamos 16 o 17 años. Y otra cosa que a mi mamá no le gustaba era que fuésemos a ver los números vivos de La Costanera, en donde, por ejemplo, actuaba José Marrone. También íbamos al Tronío, un lugar donde se bailaba flamenco, en donde pedíamos una manzanilla y la compartíamos entre todos. Pero ese día mi mamá nos dijo que fuésemos a ver la construcción. Entonces bajamos la escalerita junto con mis hermanos y estaba Onofre Lovero con otra gente, esperando voluntarios que fueran a colaborar. Como era vecina, al poco tiempo me transformé en el “che pibe”.
- ¿Qué significa “a colaborar”? ¿A poner ladrillos o a actuar?
-Todo: la ropa, poner ladrillos, ensayar, improvisar? todo.
-O sea que se metieron como parte del elenco.
- Claro. Y entrenamos actuación desde el primer día. Estaba Onofre, el papá y el tío (que habían puesto dinero) dirigiendo a este grupo de adolescentes y a todos los que quisieran participar del proyecto. Pero también participaban Saulo Benavente, Gastón Breyer. Toda gente que nos enseñaba cómo era hacer teatro.
- Y esa fue tu escuela de teatro.
- Pero además, como yo era el “che pibe” y ya que había abierto ahí el Cine Club Núcleo, me quedaba a repartir las entradas. Así conocí a Salvador Samaritano. Ése fue un lugar de mucha creación. Ahora me doy cuenta, cada vez más, de lo que produjo ese lugar. Imaginate que las que nos ensañaban danza eran Ana Itelman o Graciela Martínez.
- ¿Pero tus padres no tenían problema en que hicieras teatro?
- No. En realidad mi papá sí, pero mi mamá no. A ella le encantaba. Es que mi papá ya estaba muy preocupado con el ballet, porque él veía que yo usaba una malla ajustada y hacía un grand ecart; entonces la llamaba a mi mamá y le decía “¿Qué está haciendo?”. Como andar en bicicleta. En ese momento se suponía que podías perder la virginidad. Una ternura?
Pero bueno. A los 17 años bajé por primera vez al teatro Los Independientes y no me fui nunca. Después elegí entre el teatro y la danza, porque descubrí la palabra; encontré más libertad. Cuando te enseñan el valor que tiene el silencio y la palabra, eso es fantástico; cómo se puede modificar una vida. Yo creo que el teatro sigue siendo el arte más artesanal, porque se levanta el telón o se apaga la luz y ahí va a pasar algo, estamos todos en este compromiso, un compromiso del aquí y ahora. Puede pasar cualquier cosa, pero también algo se modifica siempre. Sobre todo si estás haciendo un buen texto, fundamental. Texto y escena; y el actor como parte de eso. Yo siempre pregunto ¿y qué cuenta la obra? Creo que nadie sale igual de un espectáculo, salvo que sea una cosa muy convencional o muy chabacana.
Cuando hice teatro en el Maipo, también fue muy interesante porque yo hacía mi personaje de La Chona con un monólogo que era absolutamente de observación; estaba guionado, aunque también podía improvisar. La base era que mi personaje le cocía la malla a las chicas porque estaban con todas las partes al aire –porque salían en bolas ¿viste?- y ella estaba ahí porque le habían dicho si quería ser artista y había aceptado. Busqué la vuelta para que fuera La Chona en el Maipo. Y además el monólogo era blanco? aparentemente. Yo creo que en realidad era más fuerte que todo lo que pasaba. Porque yo siempre cuidé que La Chona fuera un personaje muy erótico? El Hétor (su marido) era una tromba. Y eso es un hecho que yo elegí. Porque te voy a contar: como te dije, cuando era chica nosotros vivíamos ahí, en Viamonte, un lugar muy céntrico. Pero como el país pasó por un período de revoluciones, en donde los presidentes cambiaban continuamente, ¿qué había que hacer? Comprar pan o fideos. Los colorados, los azules, nunca sabías con qué gobierno te ibas a levantar. Me acuerdo que tenía 9 años y estaba todo el tiempo en la panadería de mis tías, porque era muy peligroso estar en el Centro; pensá que estábamos cerca de la Plaza de Mayo, o sea que cuando pasaron los aviones en 1955 con el golpe de estado a Perón, disparando, mi madre nos metió a todos adentro del sótano, como había visto en las películas. Entonces mi papá nos llevaba con el auto a Lanús, porque ahí había tranquilidad. Mis tías tenían una panadería en la que siempre había cola y yo me acuerdo de una señora que le decía a otra: “Y ahora va a venir mi marido”. Y yo me di cuenta enseguida de que estaban hablando de algo prohibido, de sexo, porque no decían nada. La otra señora le respondía: “Yo con el mío estoy tan contenta, porque él a la mañana, a la tarde, a la siesta, ahhhhhh. Para él no hay sábados, domingos ni fiestas de guardar”. Con esa frase, ya de chica, me di cuenta de que me gustó la feliz, no la otra amargada. Yo elegí a ese modelo feliz para hacer La Chona.
- ¿Cómo era el ambiente teatral?
- Yo en esa época conocí a Agustín Alezzo, a Enrique Pinti. Es que cuando se fundaba un nuevo grupo o un nuevo teatro estábamos todos ahí. Estábamos muy relacionados. Y después vino otra tanda: la de Lito Cruz, Federico Luppi. Nosotros éramos los pioneros.
Y la verdad es que hacíamos de todo: estudiábamos, entrenábamos, estábamos en la boletería. Ése era el espíritu del teatro independiente, una disciplina muy férrea. Alejandra Boero, por ejemplo, era terrible, era Medea, igual que Pedro Asquini. Héctor Alterio y Carlos Gandolfo eran dos actores extraordinarios, eran los dos del Nuevo Teatro. Uno era intuitivo total y el otro era metódico. Gandolfo estudiaba esgrima, dirección? lo que pedía Stanislavski. Y, sobre todo, estaba muy pendiente de la relajación; inmediatamente se daba cuenta cuando alguien no estaba relajado, por los mínimos detalles del cuerpo.
- ¿Y entonces cómo pasaste del teatro independiente a La Chona?
-Fue una rebeldía. Lo que pasa es que yo hacía, por ejemplo, Solness, el constructor, de Ibsen que duraba 4 horas, con un vestido de toalla, en verano. Sentía cómo me corrían las gotas de transpiración por el cuerpo... Y tenía unos zapatos que me apretaban. El teatro se hacía con lo que había. Y entonces yo llegaba al camarín y decía “¡Ay! Esto de ser artista”; La Chona era un yo auxiliar, tomado del modelo de las señoras de Lanús (que lo digo con todo amor); personas que no habían ido nunca al teatro y hablaban de lo cotidiano, como ser un velorio, con una brutalidad enternecedora. Me acuerdo que, justamente, una vez fuimos a un velorio en Lanús, en una casa chorizo. Se sacaban todos los muebles al patio para que en la habitación quedara solamente el cajón y se pudiera velar al muerto. Y como nosotros éramos chicos íbamos a la parte de la cocina. Ahí recuerdo a una señora con una pizza comprada (algo rarísimo) que cortó y sirvió. Al chico que se le acababa de morir la mamá y que no comía nada le dijo: “¿Qué hacés vos? Tu mamá está en el cielo, ¿entendés? Pero vos tenés que comer”. Mirá qué brutalidad. Y el chico empezó a comer, eso es lo que no puedo olvidarme. A los tortazos, pero con la mejor buena voluntad. Lo bueno y lo malo, lo tierno y lo bruto? La Chona es todo eso.
-¿Pero cómo nació públicamente?
-Lo que pasa es que yo hacía La Chona en los camarines, en los intervalos, como para distendernos. Ahí inventé todo: el Hétor, la cuñada, las amigas. Entonces ¿cómo apareció La Chona? La verdad es que no lo sé. Pero públicamente, sí. Mirá: yo venía del teatro independiente, en donde decir Olinda Bozán era mala palabra. La radio no existía, y el único cine que se veía era el europeo y el soviético. Mucho PC (Partido Comunista) ortodoxo. Y resulta que me caso con un autor argentino que escribía libretos para radio, además de ser hombre de teatro, Sergio De Cecco. Su marca era el no prejuicio. ¿Sabés cómo nació El Reñidero? Un día se va con la hermana (que era autora también) a una radio muy rasca, Radio Porteña, Radio El Pueblo. Tendrían 17 o 18 años. Van a una radio y dejan un libreto. Mirá cómo eran las cosas, que no dejaron ni dirección ni teléfono ni nada. Y el director de esa radio era René Cossa (un tío de Tito Cossa). Lo lee y pregunta inmediatamente por los chicos, que ya se habían ido. De vecino en vecino llegaron hasta Sergio y Alma, y así fue como empezaron. A Sergio le jodía mucho el desprecio a lo popular. Una vez estuvimos en un lugar muy paquete de Punta del Este, en donde todos hablaban de los “negros de mierda”, los “negros peronistas” y él se paró y empezó a cantar la Marcha Peronista. No podía soportar la tilinguería. Era amigo de homosexuales, de chorros, de lo que fuera. Eso es lo que yo termino amando de De Cecco. Estuvimos 14 años juntos, nos casamos y fue muy importante.
A él le encantó la idea de La Chona. Te cuento.
Estábamos haciendo Romeo y Julieta (1966) con Rodolfo Bebán, Evangelina Salazar, Carlitos Perciavalle, Claudia Lapacó, María Rosa Gallo, Ernesto Bianco, Gianni Lunadei? un elenco? casi todos del Teatro del Pueblo. Dirigía María Herminia Avellaneda, y el gordo Eduardo Bergara Leumann (un genio) había hecho la ropa. Yo hacía de una vendedora de manzanas, parte del pueblo, pero tenía que caminar mucho. Él me había hecho un vestido lindísimo. Y resulta que empecé a joder como La Chona, pero sin saber que era La Chona, porque incluso ni siquiera tenía nombre todavía.
Y resulta que el gordo en esa época tenía La botica del Ángel, la pequeña, que era una joya, ahí en la calle Lima. Entonces me llama y me dice: “Haydeé, ¿podés venir que me falló Leonardo Favio? Venís y hacés eso que hacías el otro día en la obra”. Dije que sí y fui. Mi pelo lacio y una faldita como estaba. Es decir, no me disfracé ni nada. En La Botica debutó todo el mundo, era un lugar maravilloso. En el entreacto pasaban una bandeja con masitas que la gente comía mientras el gordo se cambiaba. En ese contexto no entendía el sentido de que yo estuviera ahí. Y el gordo, desde la escalera, me gritó “Señora, ¿no quiere traer a los nenes a aprender tango?” Y ahí nomás me transformé. Al final terminé yendo todos los días, ¡y la gente se reía! El gordo me incorporó inmediatamente y me empezó a pagar. De a poco fui vistiendo al personaje y con el boca a boca, fue haciéndose popular.
Dejé La Botica porque Carlos Gandolfo me convoca para hacer Salvados, con un elenco grandioso. Al gordo le dio una bronca que ni te cuento.
- Acá fue la primera vez que trabajaste como actriz cómica ¿verdad?
-Sí, y así La Chona iba y venía. Pero un día estaba en canal 9 ensayando una cosa muy dramática, con dirección de Marta Reguera, y Fernanda Mistral, que era la protagonista, me dijo una vuelta: “Estoy tan triste? haceme reír un poco”. Y salió La Chona de nuevo. El tema es que en eso entra la directora, ve que todos se están riendo y pregunta “¿Pero qué pasa acá, de qué se ríen? ¿Qué es eso? Vení, vamos a verlo a Alejandro Romay –que era el dueño del canal y vivía a 4 cuadras-. Hacele a él lo que acabás de hacer acá, ¿entendiste?”. Ella había hablado por teléfono con Romay y le había dicho que estaba yendo con una señora del barrio que tenía un problema. O sea que él no sabía nada. Y cuando llegamos yo empecé a despacharme. Ahí mismo, entre Romay y Reguera, me hicieron un contrato y decidieron que debutaba el martes en un programa que se llamaba Tropicana Club, muy berretón y muy popular, al estilo de los programas italianos, con sketchs y musicales, en vivo. Me hicieron un contrato por un mes, 50.000 pesos (de los de antes). Llego a mi casa y a Sergio, que estaba en la suya; le digo “Sergio: mirá lo que me pasó. ¿Qué hago?”. Y me dice él: “Mirá, contás cómo lo conociste al Hétor, 1er programa; 2do programa, la primavera; el 3ro contás parte del velorio. Acá tenés un mes. Si necesitás ayuda, decime”. Y después, prácticamente escribía todo él. Yo ponía la cara de La Chona y él escribía? Era graciosísimo. Entonces el martes voy tempranito y cuando me preguntan qué iba a hacer, la verdad es que no sabía cómo explicarlo. El productor era un viejo francés que me dijo: “lo único que le pido, es que no diga puta parió ni carajo porque esto va en vivo. Nos cierran el canal. ¿Entiende señorita?”. Mirá el ánimo que me dio.
- ¿Pero quién le puso el nombre a La Chona?
-Me siento y me digo “Dios mío, qué voy a hacer”. Pero la cámara se prende y el instinto aparece. Yo miro a la cámara y digo “Está lindo acá, pero me dieron esto que no es champán, es sidra. Y te digo, María Concepción César es mucho más linda en vivo que cuando yo la veo en la tele. El Chico Novarro, tal cosa”. Empecé a hablar de lo que veía ahí y se armó un fenómeno, porque empezaron a llamar para ver quién era; nadie me conocía. Hasta que no se encendió la luz yo no sabía qué iba a hacer. Y al final hice lo que me había dicho Sergio: contar cómo había conocido al Hétor y todo eso. Lo único que hice fue ponerme un vestido floreado, porque ella es de color, y una flor en el pelo que quedó para siempre, porque mi mamá se ponía flores en la cabeza, era muy romántica. Mis padres eran La Chona y el Hétor.
Y entonces, ¿cómo se llama este personaje? De golpe fue eso, porque ni nombre tenía. Me llama Romay y me pregunta justamente cómo la voy a llamar y yo le respondo que no sé. Y fue Romay el que le puso nombre y además me regaló patentes y marcas.
De ahí empezó la vorágine.
Después hice La Chona responde por un millón de pesos. Así fue como regalé un pulmotor al Hospital de Niños, que espero que siga estando. Después siguió el cine, la publicidad?
- Lo interesante es que te pudiste manejar en las dos áreas, porque no abandonaste al teatro independiente.
-Siempre sorprendí. Cuando hice El gran deschave la gente decía “¿Mirá La Chona?”. Era al revés el pensamiento: “¡Era actriz La Chona!”. Yo estaba formada para El gran deschave, me resulta mucho más fácil lo dramático. La Chona es una cosa que se me escapa, es mi parte más auténtica, pero más sin límites. Por algo me prohibieron: La Chona, personaje subversivo. Porque al final todo se sabe. Porque claro, cuando hacía Almorfando? yo decía “aquí se come, no como en otros lados”. Tenía más rating que Mirtha Legrand. Al programa fueron Arturo Jaureche, Roberto J. Cámpora, antes de ser presidente (porque La Chona era peronista), René Favaloro? A los políticos, que vinieron todos, les preguntaba “¿Piensa ganar?” Y cuando me contestaban que sí yo miraba a la cámara y decía “Bueno, de la ilusión también se vive”. A todos los dejaba hablar pero La Chona no confiaba en ninguno. Una vez tuve que interrumpir el programa porque vino el Padre Carlos Mugica con una persona a quien su hijo se le había muerto de hambre. Fue un momento muy difícil, porque yo le dije a él que no sabía cómo manejar la situación; hoy sí lo haría, pero en ese momento no sabía qué hacer con una situación tan dramática. Se enojó muchísimo conmigo, pero espero que lo haya entendido.
Y mientras tanto hacía El gran deschave. Fue muy estresante? El éxito es muy estresante. Porque esa obra era sobre dos personas que discutían sin escucharse, y la hicimos en un momento en que la gente ya no se escuchaba? Y se mataba. Todas las noches nos enterábamos de que había desaparecido éste o aquél. Me acuerdo que un día llego al Teatro Regina y junto con la cola de toda la gente que estaba esperando entrar veo policías, milicos, de todo. ¿Y qué pasó? Sacaron a dos parejas –los estoy viendo- tendrían 23 o 24 años, las empujaron hasta dos autos, las subieron y se las llevaron. En la calle Santa Fe, frente al teatro. La gente no se fue, y cuando empezó la función estábamos todos muy nerviosos. Algunos lloraban, otros se reían.
- ¿Vos participaste de Teatro Abierto?
-No. Fue demasiado fuerte para mí. Me fui de Argentina, pero volví. Sabía que el país estaba mal, pero volví. Yo quería estar acá. Estaba con El gran deschave en España y me ofrecieron que me quedara, como se quedó otra gente. Era muy peligroso volver. Había un psicoanalista que atendía a todos los argentinos que estaban en España en un bar, porque nos veía realmente mal. Yo volví en el ´70 y debo decir que me salvó el teatro de revista. Había gente que te daba trabajo. Porque pensá que yo estaba prohibida, pero Federico Luppi estaba amenazado de muerte. Cuando dejé a mis amigos en España fue muy doloroso. A mí me vino a ver Carlos Gorostiza para hacer Teatro Abierto, pero le dije que no. Estaba muy dolida, muy afectada. No estaba en condiciones. Pero sí fui espectadora.
Que te prohíban trabajar es como si te mataran. Es durísimo. Y debo decir que, en general, ha quedado aquello de “¿pero ése no era montonero, y ése no era menemista?”. Discriminamos. Hasta que eso no se supere no vamos a crecer. Todavía de algunas cosas se habla bajito. Mirá, si no, lo que pasó con el tema de la ley de matrimonio gay. Mientras haya discriminación, mientras haya odio, no hay solución. Mientras haya chicos que no tengan zapatillas, estando a temperaturas bajo cero, no hay solución. Yo veo a esos chicos y lo veo a mi papá, que llegó de muy chiquito a la Argentina junto con mi abuelo; trabajaba de boyerito en el campo y una vez se desmayó de frío. Eso es algo que me desespera: el hambre y el frío, sobre todo en los chicos. O las guerras.
- En el medio de este desastre que planteás, ¿por qué hacés teatro? ¿Qué te parece que le puede aportar el teatro a este mundo?
-Es que el teatro es el aquí y ahora, es esto. Yo puedo hacer teatro en cualquier lado, acá mismo, en este café. Lo importante es lo que yo tenga para decir. Qué historia, qué cosa voy a contar. Con La Chona, en los ´90, trabajé en geriátricos, en centros de jubilados, en escuelas. Me hice la gira por el país yo sola. Y se me ocurrían cosas de acuerdo al lugar donde llegaba. En el Maitén, por ejemplo, hice que la gente se disfrazara e hiciera teatro. Siempre hice cosas distintas. La Chona es donde yo me lanzo, donde me suelto. La Chona me salvó, porque empezaron a no invitarme a trabajar. Por eso no entiendo cuándo me prohibieron y cuántas veces me prohibieron.
- Pero al final de los ´90 te llama Helena Tritek para reemplazar a Adriana Aizemberg en la puesta de Venecia.
-Sí, lo hacemos en Buenos Aires, con mucho éxito, y en España. Después hice Edelweiss, que también fue una experiencia hermosa, donde cantaba y bailaba, o El grito pelado, donde por primera vez trabajé con una murga.
Y de acá me voy a ver la sala de la UOCRA (Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina), porque voy a hacer La Chona allá por un mes.
- ¿Con los sindicalistas?
-Sí, ¿qué tiene de malo? Yo hice teatro en todos lados.
- ¿Cuáles son tus próximos proyectos?
-Ahora estoy pensando, por primera vez en mi vida, en dar cursos, porque creo que ahora lo puedo hacer. Se van a llamar “Vení a reírte. Sacate la careta”. Lo que voy a hacer es dirigirme a toda aquella gente que quiso estudiar para ser actor y por cuestiones de la vida no pudo. Que la gente haga lo que no se atrevió a hacer. Pero no va a ser tipo psicodrama, porque con eso hay que tener mucho cuidado, hay que saber contener a la gente. Eso empecé el 2 de agosto en la Manzana de las Luces. Después veré.
- Ésa parece ser tu filosofía de vida: “hacer lo que tengas ganas y no solamente lo que te dejan”
-Sí. Porque he dicho que sí a cosas que quería y he dicho que no a cosas que no quería, por más que involucraran mucho dinero. Hace poco me hicieron una propuesta. Me iban a pagar una guita, etc. Pero pregunté por la obra, y no sabían; el director, tampoco; los actores, menos. Y dije que no. Al final lo hizo otra gente. Concretamente, la propuesta fue de Ricardo Fort. Me perdí 200.000 pesos; y ni siquiera sabía quién era él.